15 marzo 2009

CASPAR DAVID FRIEDRICH ( 1774-1840 )

Gerhard von Kügelgen
El pintor Caspar David Friedrich, 1806-1809
Óleo sobre lienzo, 53,5x41,5 cm.
Hamburgo, Hamburger Kunsthalle


Es el representante más genuino y singular del romanticismo.

La misión del pintor no es la fiel representación del aire, del agua, de las rocas o de los árboles “, expresó el pintor Caspar David Friedrich“, sino que debe reflejar su alma y sus sentimientos”.

Monje junto al mar (1808-1810 )
Óleo sobre lienzo, 110x171,5 cm.
Nationalgalerie, Berlin


Friedrich pintó sus obras maestras después de una carrera como pintor de escenarios teatrales. El artista no representaba la naturaleza de manera realista, sino que se concentraba en la fabulosa calidad de la naturaleza y la influencia sobrecogedora que el esplendor de la naturaleza tiene sobre nuestra vida interior. Especialmente le gustaban las costas, donde podía ser testigo de las mayores fuerzas de la naturaleza en acción. Los sujetos humanos en sus obras son siempre diminutos, en relación con la magnificencia y enormidad de la naturaleza. En esta obra, la figura del monje ocupa apenas 1/800 del área de trabajo. Plasma la vastedad del mar y el cielo. El espectador descubre muy poco acerca del carácter del monje, que es la única línea vertical en la composición.

Goethe y la joven generación de poetas románticos consideraron este cuadro como extraordinaria obra de arte.
Es sin duda una de las principales obras de Friedrich y el cuadro más osado del romanticismo alemán.
Su composición rompe con todas las tradiciones; ya no existe ninguna profundidad debida a la perspectiva. En el borde inferior del cuadro, la delgada orilla asciende en forma de franja con un ángulo obtuso; en el punto culminante se puede ver de espaldas, la pequeñísima figura de un hombre vestido de negro. No existe ningún otro decorado. La zona oscura del mar conecta con un horizonte extremadamente bajo. Hasta el horizonte, el observador se orienta en relación con los diferentes tamaños, máxime cuando la figura proporciona una especie de escala. Sin embargo el fondo no tiene medida; como las líneas fluyen hacia el exterior del cuadro, el auténtico contenido de éste es la infinitud.
El monje, medita sobre la inmensidad del Universo, sintiendo su propia pequeñez.

En 1810 publicaron en la revista “Berliner Abendblätter” una descripción de esta obra que se hizo famosa: de un “mar sin orillas”.
La crítica culmina diciendo que el cuadro no tiene otro primer plano que el marco, “como si a uno le hubieran extirpado los párpados”.


Autorretrato, 1810



La pintura del romanticismo también apuntaba hacia una incorporación de los espectadores, tal y como se concebía en el barroco. Sin embargo, ahora ya no son los irritantes efectos trompe-l´oeil los que borran los límites entre la ilusión y la realidad, sino que el espectador contempla grandes paisajes, a los que él se enfrenta también junto a los personajes del cuadro, que normalmente están representados de espaldas.

Esta forma de visualización identificadora otorgó al espectador de obras de arte un nuevo papel: en la misma medida en que se individualizaban los mundos pictóricos, los pintores exigían receptores tan comprensivos y sensibles como ellos. El artista del romanticismo refleja su interior en el cuadro y así éste se convierte en el espejo y en la pantalla de proyección del espectador. Si quiere ver más que un simple paisaje, es su labor asimilar el cuadro con sus sentimientos y darle un sentido mucho más profundo.

En Alemania, los cuadros más típicos y ejemplares del romanticismo son los del pintor Caspar David Friedrich.

Friedrich, que tras estudiar en Copenhague se instaló en Dresde, siempre fue fiel a los paisajes de su patria. Viajando por el norte de Alemania o por los montes de Silesia, hacía esbozos de la naturaleza; posteriormente, en el estudio creaba estas escenificaciones tan dramáticas que cargaron con un significado nuevo el género de la pintura de paisajes


GEORG FRIEDRICH KERSTING
“Caspar David Friedrich en su estudio”(1819)
Óleo sobre lienzo 51x40cm
Berlin, National Galerie



En las paredes desnudas solo cuelgan paletas, una tablilla de dibujo y una regla. En las desnudas tablas del suelo, una escupidera. Friedrich se deshizo de todo inventario superfluo, pues perturbaba. Una ventana cerrada; la otra, tiene las contraventanas echadas abajo y solo están abiertas arriba, hacia el cielo azul.


El pintor que no vea ningún mundo dentro de si mismo, que deje de pintar…”
FRIEDRICH
El mundo exterior se muestra tan solo mínimamente, mientras que, en el resto, el artista recurre a su imaginación, que no precisa estímulos externos permanentes.

Caspar David Friedrich, que a duras penas podía vivir de sus cuadros y de las clases que impartía, cayó en el olvido tras su muerte en 1840. No fue hasta el siglo XX que volvió a descubrirse su obra y los intérpretes comenzaron la interminable discusión de si sus profecías hacían referencia a la historia terrenal o al más allá de la fe. Sea como fuere, la posibilidad de reflejar el significado de un mundo en el otro caracteriza la reflexión del romanticismo.
Friedrich no pintó escenas inventadas de una naturaleza cósmica, de la que el paisaje terreno tan sólo es una parte, sino que se inspiró en el paisaje real, poblándolo con seres humanos procedentes de la realidad burguesa contemporánea.
Para realizar este propósito emprendió excursiones a lugares hasta entonces prácticamente desconocidos. Como no existía aún el turismo ni había caminos, esos viajes suponían un notable esfuerzo. En las obras creadas durante estos viajes se aprecia que se deben a experiencias propias. Friedrich eligió puntos de vista –faldas y cimas de montaña, orillas del mar- que hasta entonces no había adoptado la pintura paisajística. Permitió al espectador identificarse directamente con el lugar del pintor o con las figuras observadas en el paisaje.

En la mayoría de los casos se trataba de puntos de vista desde los que sólo se presiente la deseada inmensidad y la luz transfiguradora de la lejanía.

En la antigua pintura paisajística, el pintor –y con él, el espectador- guardaba generalmente una cierta distancia de la naturaleza. En Friedrich, se encuentra dentro de ella, en la mayoría de los casos en una línea divisoria entre la proximidad y la lejanía, entre la oscuridad y la luz.

La visión del mundo que comunican las obras de Friedrich está plagada de melancolía. Aunque la confianza en que la luz divina del cosmos llegue hasta el hombre en su existencia terrena se presenta como esperanza, su cumplimiento se traslada casi siempre al futuro.


Las edades de la vida, hacia 1835
Óleo sobre lienzo 73x94cm.
Leipzig

Este cuadro, que se encuentra entre los más famosos de Friedrich, ha experimentado interpretaciones contradictorias. La más convincente es aquella según la cual cinco barcos se atribuyen a las cinco personas como símbolos de las edades de la vida, entre el nacimiento y la muerte.


EL PAISAJE
Como género independiente apareció de forma bastante progresiva a partir del siglo XVI. Desde finales de la Edad Media, los artistas habían empezado a multiplicar los elementos naturales con el fin de conferir a sus temas un escenario acorde con la naturaleza.

El paisaje como género independiente parece haberse desarrollado en mayor medida en el norte que en el sur de Europa, concretamente en las regiones germanas y, sobre todo, en la zona del Danubio, donde en el siglo XVI todavía subsistía una naturaleza virgen. Aunque los paisajes en los cuadros alemanes provocan cierta inquietud, también ejercen atracción.

En los albores de la edad moderna, en el momento en que las naciones comenzaban a constituirse, la representación de paisajes formaba parte de la constitución de lo que se denominaría, tal vez de manera peligrosa, el “alma germana”, es decir, la pasión por la tierra (Boden en alemán), por el paisaje agreste que el escritor Tácito había descrito siglos antes en la Germania.
Los pintores de Europa central plasmaban inmensos paisajes donde el hombre se sentía perdido: elevadas montañas, pendientes escarpadas que se abrían sobre lejanas y vertiginosas llanuras, cielos inmensos y frondosidades no menos considerables.

Caspar David Friedrich, en la primera mitad del siglo XIX encarna esta tendencia que remite a los términos “cósmico” y “sublime”.

Friedrich imaginó paisajes agonizantes y sublimes, campos helados, cementerios, noches en las que se yerguen árboles nudosos, etc.

Sus representaciones de árboles, colinas y brumosas montañas se basaban en su rígida observación de la naturaleza.
Las montañas simbolizan una fe inamovible, mientras que los árboles son una alegoría de la esperanza. Por tanto, sus paisajes reflejaban su relación espiritual con la naturaleza y sus aspiraciones religiosas.
CASPAR DAVID FRIEDRICH (1821)

“…tengo que entregarme a lo que me rodea, unirme con las nubes y las rocas, para ser lo que soy.
Necesito la soledad para conversar con la naturaleza
”.



Acantilados Blancos en Rügen (1818)
Óleo sobre lienzo 90,5x71 cm.
Colección Oskar Reinhart Winterthur


Este cuadro, probablemente el más conocido de Friedrich, lo pintó durante su viaje de novios, en el verano de 1818. Muestra los acantilados de Stubbenkammer (Rügen), uno de los miradores más populares de la isla.

En su cuadro de 1818 Acantilados blancos en Rügen abre a los sentimientos un amplio espacio de proyección, cargado de tensión. Encontramos la contraposición entre el miedo y la nostalgia en la pose que adoptan ambos hombres, mientras uno se agarra miedosamente a las hierbas, el otro se sumerge en la lejanía. Un peligroso acantilado separa al observador de la naturaleza del reflejo esperanzador del crepúsculo matutino sobre el agua. Es esta amenaza de lo horrible la que eleva la belleza a la sublimidad. Las peligrosas y afiladas rocas del acantilado estrechan el panorama, pero al mismo tiempo producen un vehemente deseo de lontananza.





Entre las diferentes interpretaciones parece la más convincente la que contempla el cuadro como alegoría del amor de Friedrich por su mujer, integrándolo en la tradición de los cuadros románticos de amistad, como puede apreciarse por la forma de corazón que toma el marco interno del cuadro, formado por la hierba y los árboles.

Entonces, el hombre de la derecha, con el traje alemán antiguo, sería el pintor mismo idealmente rejuvenecido, quien dirige su mirada al infinito y a los dos veleros que presumiblemente representan los barcos de la vida, el de su mujer y el suyo propio.

El hombre de mayor edad, que aparece en el centro avanzando hasta el abismo, podría ser también Friedrich, ahora en condición de incrédulo, quien cautelosa y temerosamente quiere cerciorarse de que, efectivamente allí, donde la mujer indica, hay algo realmente atractivo.

Friedrich enfrenta aquí proximidad y lejanía, las compara y sublima su efecto.


Hombre y mujer contemplando la luna (1822)
Óleo sobre lienzo, 55x71cm.
Staatliche Museum, Berlin

Los protagonistas del cuadro Hombre y mujer contemplando la luna son personas solitarias que vienen de la ciudad y que observan el ocaso entre el día y la noche. El espacio en el que se encuentran es ilimitado e infinito. El hombre, como muchos de los excursionistas de los cuadros de Friedrich, viste la indumentaria del estilo antiguo alemán. Ésta se remontaba a la Edad Media y era el indicio de una conjura patriótica del pasado, de la que debía sacarse la fuerza para unir la gran cantidad de estados alemanes.

En los cuadros de Friedrich, la naturaleza juega un papel importante en la recreación de esta situación esperanzadora entre la decadencia del pasado y la renovación del futuro.

El roble desarraigado casi por completo, que se agarra a la pendiente junto a los excursionistas, es un símbolo del ciclo natural de muerte y nacimiento, como también lo es el emocionante crepúsculo de la luna.
En otros cuadros de Friedrich se duplican estas metáforas sacadas de la naturaleza mediante las señales cristianas de muerte y redención.
Es posible que Friedrich en este cuadro, vuelve a representarse a sí mismo y a su mujer, en ese estado de admiración romántica.


El mar de hielo(1823-1824)
Óleo sobre tela 96.7x126.9cm
Kunsthalle, Hamburgo



Puede considerarse como uno de los cuadros clave del siglo XIX. Se trata de una especie de programa y resumen de los objetivos e ideas de Friedrich.
Numeroso bocetos de 1821 demuestran que Friedrich estudió los cúmulos de hielo del río Elba.

En esta obra retrata la superficie congelada con extraordinaria precisión, haciendo referencia tanto a la expedición al Polo Norte emprendida alrededor de 1820 por el explorador inglés Edward William Parry, como al gélido clima político que imperaba en Alemania en esa misma época.

Debido a su radicalismo compositivo y temático, ya no lo comprendió nadie. Todos lo rechazaron y lo consideraron “agotador”: ¡Ojalá se fundiera de una vez el cuadro de los hielos del Polo Norte!”, exclamó uno de los críticos arrogantes y burgueses.

El velero aplastado por los bloques de hielo, en un paisaje polar sin ninguna otra otra persona, con el colorido helado correspondiente, ha de interpretarse como un símbolo patético de una catástrofe que hace época. A pesar que el mar se ha tornado hielo y la naturaleza orgánica, al igual que el barco, está condenada a morir, el claro cielo y el horizonte ilimitado simbolizan la oportunidad de redención, como suele suceder en las obras de Friedrich. El carácter de lo terriblemente sublime transforma la naturaleza del mundo polar en un receptáculo de los sentimientos humanos.
Hasta su muerte en 1840 esta obra no pudo venderse.


Caminante sobre el mar de nubes (hacia 1818)
Óleo sobre lienzo 98,4x74,8 cm.
Kuntshalle, Hamburgo


Lo decisivo, con seguridad, es el recurso al momento de lo sublime, que Carus formuló en 1835 de la siguiente manera: “Sube a la cima de la cordillera, mira por encima de las largas hileras de montes… ¿Qué sentimiento te conmueve? Es una devoción silenciosa dentro de ti, tú mismo te pierdes en el espacio ilimitado, todo tu ser experimenta una purificación, tu yo desaparece, tú no eres nada, Dios lo es todo

Caspar David Friedrich pintó un cuerpo totalmente de espaldas, una silueta negra aislada sobre un paisaje de nubes y de rocas, captada de manera que no es posible contemplar su cara.

El objetivo de este punto de vista consiste en permitir que el espectador se proyecte con mayor facilidad en el personaje anónimo que medita frente al paisaje, en lugar de distraerlo con su fisonomía.

El cuadro busca transmitir el sentimiento de lo sublime, la impresión de magnificencia y, a la vez, de sobrecogimiento que produce el espectáculo de la inmensidad de la naturaleza.

La ocultación del rostro, es decir, la disolución de lo que podría definir mejor la individualidad de un cuerpo, constituye la metáfora visual de la disolución del individuo en el “todo” cósmico a la que aspira este pintor romántico alemán.

El traje antiguo alemán lo lleva también el protagonista de este famoso cuadro. En el primer plano se alza la punta de una roca, oscura, como si fuera una silueta cortada con unas tijeras; desde allí un hombre, al que se ve de espaladas, mira hacia las cimas lejanas, por encima de los bancos de niebla que, surgen en las depresiones del terreno y las agujas de piedra que se alzan desde ellas.

La figura de espaldas de Friedrich probablemente sea un monumento patriótico a un caído. La niebla ilustra el ciclo de la naturaleza. Mira por encima de las cimas hacia las regiones etéreas, a la quintaesencia divina que todo lo serena. Esta figura de espaldas, tan típica en su obra, actúa en el cuadro no sólo como portador de significado, sino que también sirve de intermediaria entre el observador y la profundidad del cuadro, en sentido tanto formal como material.

“…era una imagen como solo puede contemplarla quien viaja en una aeronave…elevándose sobre las nubes hasta el lugar donde…a través del velo rasgado de las nubes se puede ver el azul límpido del cielo".

Así escribió en 1855 Gotthiff Heinrich von Schubert sobre esta obra.

Bibliografia:
Berlin National Galerie
Mil Pinturas de los Grandes Maestros
Los Maestros de la Pintura Occidental
Leer la Pintura


Puerta de Brandemburgo. Berlin

En 1817 el poeta sueco Daniel Amadeus Atterbom visitó al pintor Friedrich en Dresde, visita que relató unos treinta años más tarde: “con meticulosa lentitud, el extravagante artista iba aplicando pincelada a pincelada al lienzo”.

Le pareció un místico, al romanticismo le gustaba que sus héroes fueran figuras místicas, fenómenos geniales.


Tan sólo un corazón late en toda la eternidad.

Tan sólo una ley obedezco: la que éste ha ordenado.

En una infinidad de manifestaciones bate su sangre,

Y todos extinguen su sed en ese gran río de existencia.

Así comparto conmigo, para que se consuma el tiempo,

Esa corriente que fluye llena del encanto de la vida;

Si esa ola de lo que pasa y decae forma espuma,

¿no es tan sólo eso el ritmo, en la procesión apurada de las horas?


( Atterbom, 1790-1855 )

***



Alfredo: ¿ Recuerdas ? ... ¡ Va por ti !